jueves, 12 de marzo de 2009

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Recorrió suave el buró, sus dedos se congelaron, el portarretratos otra vez.


No se escondía nada en absoluto, todo al filo del ojo, la mujer entre cuatro franjas de memoria. Y es que a estas alturas todos están ya ocupados, desalojados, quebrantados.


Uno también lleva el suyo, quizá no esté ya en el buró, quizá no sea sola imagen, quizá sean todas y ninguna.


Se sentaron al borde del colchón - esta es mi casa- dijo él. Ella asintió discreta mientras trataba de sujetarse a la cobija, la apretó con fuerza y de golpe la soltó. ¿Cuántas veces había sido ultrajada ya? No quiso contar, tampoco lo pudo evitar.


Como una oleada de viento tibio se fugó de esa habitación y recorrió todas las demás. En cada una de ellas había un hueco en la pared, el tocador, la cocina, el baño, y siempre el jodido colchón.


¿Y qué es un colchón? Pompeya es ahora un cadáver viviente, un cadáver que respira, que se muestra imperio justo en las ruinas, después de la explosión. Y ¿por qué no? Quizá esto sea como un imperio en ruinas, implacable en los retazos.


Lo que queda es mucho más grande que lo que fue, la explosión, el fuego, no hace falta escuchar las voces, contar los pasos, se sabe que ahí estuvieron, y solo hace falta entrecerrar un poco los ojos para verlos, los fantasmas que duermen entre las ruinas, las ruinas o lo arruinas.


Un perro como nudo.


Volvió a la habitación, el no se percató de la fuga, seguía hablando acerca de la primera noche que pasó en la casa y el susto que se metió cuando escucho unos ruidos tras el refrigerador y como corrió por el sartén y lo mató, el primer intruso en la casa, un roedor.


Ella sonreía y trataba de respirar, el aire se condensaba, hacía calor, mucho calor. La vista se escapaba hacia la esquina- no te hagas esto- se decía. Pero sabía que lo quería, quería hacerse esto y muchas cosas más, tenía todas las promesas en la punta de la lengua, había escuchado ya algunas.


-...entonces me fui al baño y me lavé las manos como treinta veces, no pude volver a usar ese sartén, tuve que comprar otro.- Si, tenía su encanto para contar las cosas sencillas, y ella se sabía adicta a lo cotidiano, a la belleza de lo sutil, él tenía eso, la belleza de la tienda de la esquina.


Eran tan distintos como sus sexos y no hacía falta exponerlos para saberlo, muchas ocasiones el se habló en sus orejas, otras tantas ella fingió que no se percataba.


El hablaba sin decirle y ella oía sin escucharlo. Jugaban a que estaban, pretendían que se acompañaban.


-La frontera de la piel- pensó ella.

 


Por Lunática

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