sábado, 6 de junio de 2009

Ateo o la tarde/noche

La muy puta me dejó por que no creía en dios. Todas las tardes esperábamos a que dieran las cuatro para que su mamá se fuera lejos a trabajar y nosotros nos perdíamos bajo las sábanas. Jugueteaba en la humedad de su sexo mientras chupaba con fuerza de uno de sus pezones y ella sonreía con esos labios de besos calidos y me hacia suyo con sus manos femeninas y entonces todo estaba bien. Ella era un sueño materializado entre mis brazos y la desnudez de nuestros cuerpos calentaba nuestros corazones para bombear la sangre más tibia. Se la metía despacio por que así lo pedía pero sus caderas decían otra cosa y ella gemía quedito, como con pena. Esos fueron los mejores días de mi vida.

Si todo terminó fue por un malentendido. Le conté que no creía en dios y ella le contó a su mamá y ella dio la orden de que me dejara y la muy puta le hizo caso. Yo había intentado explicarle pero no me supo entender. “Eres un malagradecido”, fue lo único que dijo y después me corrió de su cama para caminar herido hasta mi casa. Derrotado.

Intente explicarle lo del accidente. De cuando era bebé y venia con mi mamá en un vuelo del D.F. El avión se desplomó dejando veintiséis cadáveres humeantes sobre la pista de aterrizaje. Mi mamá y yo fuimos de los pocos sobrevivientes. La noticia salió en todos los noticiaron, la foto del avión en llamas en todos los periódicos. Sí dios existiera… sí Dios existe, él me había elegido sobre las otras personas y eso no podía aceptarlo. No había nada de especial en mi que me sacaba los mocos con el dedo índice y me encerraba en el baño para masturbarme antes de dormir y que escuchaba a la Polla Records cuando no tenia la patineta rota.

Dios no existe pero ella me dejó por miedo. Ella y su mamá no podían soportar la posibilidad de que quizás no hubiera nadie escuchando sus rezos y a esas ideas había que mantenerlas lejos.
Su decisión era una punzada en el estomago. No comía, no salía, no entraba al Internet. Me la pasaba acostado viendo el techo y pensando en su espalda, en sus nalgas perfectas, en sus senos contra mi pecho y en su pelo largo tapándole la cara mientras gemía quedito, como con pena. Y todo eso me dolía pero no iba a rogarle.

No hacía otra cosa más que ir a la prepa y al fútbol. A los pocos días, entre la quinta vuelta a la cancha y la práctica de tiros de esquina, Juan vino y me dijo que los había visto paseando por el malecón, agarrados de la mano. Ese día no metí ni un gol.

Todo había perdido su gracia. Me desperté cansado y pase la mañana en silencio, sentado hasta atrás del salón. Lo que siguió no fue un plan sino un impulso. Esperé con ansias después de la comida a que a mis papás se fueran a dar sus clases de la tarde en la universidad y salí por atrás de la casa. Tome los dos peseros que me llevaban hasta el otro lado de la ciudad, donde ella vivía y camine de prisa las cuatro cuadras que faltaban. Al llegar mire que no hubiera ningún vecino chismeando antes de saltarme la barda. Le di la vuelta a al casa, avancé agazapado, hasta llegar a la ventana de su cuarto. Me asomé con cuidado pero no veía nada, las persianas estaban cerradas. Recordé la puerta de atrás, nunca le ponían seguro. Entré por la cocina y cruce el pasillo hasta su cuarto. Su puerta estaba entre abierta. Me quedé parado en el umbral. Ella estaba debajo, con las piernas sobre sus hombros, gimiendo quedito, los rostro sudorosos y el arma en mi mano.



Por Alejandro Aguirre.